domingo, 21 de octubre de 2007

Walt Whitman le hubiera adorado (segun el diario la Razon) a ELVIS PRESLEY

Tiene mucha razón Bruce Springsteen al afirmar que si en la música popular, Frank Sinatra puso la voz y Elvis Presley, el cuerpo, Bob Dylan puso el cerebro. Sin embargo, este «cerebro» no nació precisamente de la nada: se alimentó de múltiples lecturas y experiencias; es más, difícilmente puede comprenderse al margen de la singular herencia de la cultura norteamericana, sobre todo de su poesía. En una célebre instantánea tomada durante la gira «Rolling Thunder Review» en la década de los 70 vemos a Dylan, acompañado del poeta Allen Ginsberg, ante la tumba de Jack Kerouac. La influencia del autor de «On the Road» fue sin duda uno de los impulsos decisivos para que el joven cantautor se lanzara a revolucionar su vida y a empaparse de experiencias por las polvorientas carreteras americanas. En «No Direction Home», Dylan confiesa que, pese a no ser su libro preferido -antepone «Bound for glory» de Woody Guthrie-, la lectura de «En el camino» le envolvió en una atmósfera particular insuflándole un inaudito hambre de vivir, un deseo de conocer a todos esos «locos» marginales de América cuya mirada, intuía, escondía un fascinante secreto. La relación con la «beat generation» no se limitaba, desde luego, a la influencia de Kerouac. Cuando Allen Ginsberg oyó «A hard rain´s a-gonna fall» lloró y pensó que «un alma cogía la antorcha de América». Lo mismo sintieron otros escritores de esa generación: había llegado el relevo del feliz «Adán norteamericano», esa figura arquetípica que arranca con el poderoso canto telúrico de Walt Whitman y desemboca en ese inmenso poema que es el «Aullido» de Ginsberg. No era extraño. Hay en la literatura norteamericana una preocupación por la huida, la exterioridad y la intensidad de los encuentros que determina en último término toda su escritura. El buen Adán americano no puede ser sino una «Rolling Stone». La huida hacia el Oeste de Thoreau, el viaje ebrio de Kerouak, la autoconfianza de Emerson exploraron antes de Dylan ese «pensamiento salvaje», ferozmente vitalista. Como ha dicho Bono, Walt Whitman también hubiera adorado a Dylan. Pero esto también puede explicar la extrañeza que el Dylan poeta sentía al ser considerado una conciencia generacional. Pese a su pasión por Guthrie, él no era un cantante-protesta. Como la mayoría de sus padres de la «Lost Generation», sus preocupaciones eran indirectamente políticas. En la cultura norteamericana en la que, como decía Emerson, lo más bello de las iglesias es su silencio cuando están vacías, lo que importa es la iluminación individual. Lo confiesa el mismo Dylan: «[…] ellos seguían proclamándome el portavoz, el defensor e incluso la conciencia de una generación. Qué divertido. Todo lo que había hecho era cantar canciones que expresaban sin ambages una realidad nueva e imparable». Los que equivocadamente vieron en su figura el relevo político de Seeger, no eran capaces de ver que Dylan era, antes que nada, un traidor, pero un traidor a sí mismo que se limitaba a ser un «receptor» de lo que sucedía, una caja de resonancia que no tenía necesidad de ser alguien definido; un vagabundo que forjaba su identidad a golpes de una desorientación gozosa, libre, salvaje. Allí donde Whitman cifraba su enormidad en «albergar multitudes», Dylan sentía la necesidad de ir siempre más allá de su última conquista y, libre de todo proyecto, empezar desde cero al calor de una mirada inocente, a veces devastadora. ¿Cómo no iba a convertirse en el Judas del folk? Mientras que sus contemporáneos trataban de escribir sus vidas en versos rimados, empeñándose en que los últimos versos rimaran con los primeros, Dylan improvisaba libremente. Despreciaba la continuidad obtenida al precio de hacer ripios.

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